Los gemelos de 16 años, y contra todo pronóstico, han aprobado el curso este año. Mi Santo les sugirió la idea de trabajar un mes y ganar algún dinerillo para las vacaciones. Ese era el señuelo. Un Julio caliente, en la ciudad, saliendo noche tras noche, me ponía los pelos de punta: chicas, alcohol, peleas... El trabajo les tendría ocupados, les sacaría de circuíto (por agotamiento), les haría responsables y conocerían otros estilos de vida.
Muy expectantes, les vimos partir el primer día hacia el concesionario de un buen amigo. “Técnicos de la empresa”, me dijeron, “empezaremos ‘en archivos’”. Ocho horas después, derrengados, muy sucios pero no vencidos, llegaron nuestros guerreros y, tras engullir cantidades pantagruélicas de alimento, relataron su encuentro con el primer eufemismo de la vida laboral adulta: “¡Técnicos que van a construir la empresa!”, “¡los que van a montar las estanterías del archivo!”
Cada tarde se derrumban en las tumbonas de la piscina, donde duermen el sueño de los justos, con los brazos aún tintados de la imposible grasa del taller.
“Así que es cierto”, me dice una vecina con la nariz arrugada por el disgusto y su tontorronísima cría birrepetidora al lado, “los habéis puesto a trabajar”. Contesto sin inflexiones, mirando a su hija, antes de darme la vuelta en mi toalla, “el trabajo y el esfuerzo enmiendan toda idiotez natural, por más severa que sea”.