domingo, 25 de noviembre de 2007

Elogio de la familia I



Vivimos en un mundo de velocidad y competición, en el que “el pez más agresivo se come al chico”, donde las personas son heridas y abandonadas con facilidad. El amor de una madre, sin embargo, no es así. El amor de una familia no es así. Esta clase de amor aumenta, se consolida y fortalece cuanto más obstáculos encuentran y más problemas se tienen.

Leí una anécdota, ¡ya no sé dónde! sobre el gobernador de Hawaii, George Ariyoshi, en su primer viaje a Japón, poco después de la guerra. Tokio era una ciudad arrasada por las bombas y el fuego. En una calle Arisyoshi conoció a un niño limpiabotas con el que empezó a hablar. El niño estaba muerto de hambre y Ariyoshi tomó un sandwich y se lo dió, sin dudar. El niño, sin embargo, no mostró intención de comerse el sándwich y, por el contrario, lo colocó cuidadosamente en su caja.
“¿Por qué no te lo comes?” le preguntó Ariyoshi. “¿No decías que estabas tan hambriento que podías morir?”
“Es que... quiero llevármelo a casa para Mari-ko”, dijo el niño.
“¿Quién es Mari-ko?”
“Mi hermanita. Tiene tres años”.
-Aquel niño no tenía más de siete años.


Esta historia de amor fraterno, de lealtad familiar es corriente en medio de la adversidad de la pobreza o la desgracia. Seguro que hay miles como ella en campos de refugiados, en zonas arrasadas por desastres naturales.... ilumina la intensidad del amor en todo lugar donde hay padecimiento y necesidad real.

¡Qué contraste con el mundo afortunado de hoy, en el que durante años hemos escuchado las historias de la “destrucción” y el “rompimiento” de las familias.


Helen Keller dijo una vez: “El carácter no se puede desarrollar en la calma y la quietud. Es sólo gracias a la experiencia de las pruebas y el sufrimiento que se fortalece el alma, que se aclara la visión, que se inspira la ambición, y que se alcanza el éxito”.


Podríamos decir lo mismo con respecto a los lazos familiares porque si compartimos los momentos difíciles, también podemos compartir la felicidad.


Ni siquiera, en el peor de los escenarios, con todo en contra... podemos perder la fé en que lo conseguiremos. En que pasajeros del tiempo, llegaremos a otra estación mejor, juntos, en familia.

1 comentario:

Anónimo dijo...

El sentimiento que tienen la mayoría de las madres hacia sus hijos es de una naturaleza simple y primitiva. Sus raíces están muy vinculadas con el instinto de preservación de la especie. La incondicionalidad total y la disposición al sacrificio, incluso de su propia vida, son propias de este amor. Características de tal amor instintivo, se pueden ver, con algunas modificaciones de intensidad y forma, inclusive entre hermanos. Recuerdo una ocasión, en la que tenía no más de trece años. Jugaba béisbol en un parque con mi hermano y un grupo de amigos. Llegaron tres jóvenes drogadictos varios años mayores que nosotros. Estuvieron observándonos por un tiempo, suficiente para que todos pudiéramos notar que estaban drogados, imaginar que portarían algún arma y no dudar de que estuviéramos en cierto peligro. Finalmente, uno de ellos trató de asaltarnos. Escogió a mi hermano, a quien derribó sujetándolo de las piernas. A pesar de que éramos más, todos huyeron a la casa más cercana. Yo no me considero especialmente valiente, y habría hecho lo mismo que los demás, contagiado de aquel temor colectivo, si no hubiera sido mi hermano el atacado. Corrí a ayudarlo, sin chistar. El punto al que quiero llegar es que no me sentí con opción. La ponderación del peligro o de las posibilidades de éxito se anula casi por completo. Fue una reacción instantánea, instintiva. Fue un llamado de la sangre. Ese es el tipo de amor sanguíneo, por denominarlo de algún modo, que experimentan la mayoría de las madres, los padres, o los hermanos. Es el sentimiento que determina, al menos en su base primigenia, las relaciones de sangre. Es de uso corriente nombrar amor al sentimiento que acabo de ilustrar, pero el concepto general de lo que llamamos amor está muy lejos de limitarse a éste, como bien sabemos.

Abraham Lira